jueves, 12 de noviembre de 2009

De amor no se come; de desamor no se muere


Nunca he querido morir de amor, ni de tifus, ni de tosferina, ni nada semejante.


Por supuesto que me sentí interesada por el romanticismo y su cuerda de suicidas en la preadolescencia, esa época en la que "nadie te comprende", tus amigas se empeñan en ver guapos a los chicos del cole de enfrente cuando a ti te parecen adefesios y tus escritos destilan nostalgia infinita de algo que no has vivido, porque prácticamente no has vivido nada.

Pero en cuanto te lo planteas un par de veces, ves clara la estupidez de quitarse la vida –o no cuidarse suficiente una tos que deparará en muerte– por la incomprensión social, por las ideas de un movimiento artístico-social, por el aprecio o desprecio del ser idolatrado, que no amado.

En la adolescencia lei a Becquer, casi todo; memoricé sus versos menos conocidos –para ser más interesante que el resto de mi entorno, por supuesto– y apunté algunos en el mantel de papel de una cafetería homónima donde los adolescentes íbamos a hablar del mundo y a robarnos besos.

Leí sus Cartas desde mi celda y las leyendas, que destilaban más romanticismo que sus poemas. Leí a Larra porque quería ser periodista y porque sus críticas son como puñaladas dadas con punzón: ligeramente molestas de primeras, profundamente dañinas al no prestarles demasiado cuidado.

Luego llegó -a mi vida- Radiguet, que a los 15 años se plantó con un bastón en casa de Jean Coucteau y logró impresionarle hasta el punto que el artista se convirtió en su padrino; antes de los 20 escribió esa joyita, El diablo en el cuerpo, y al cumplir la veintena, murió de tifus.
Respecto a John Kennedy Toole, otro clásico de adolescencia y época universitaria, no tengo muy claro si lo suyo tuvo tintes post-románticos, o sólo incomprensión social.

Soñé con vivir en una buhardilla en París, pero el frío y las ratas no van conmigo; y me quedé en mi sofá mullidito leyendo el libreto de la Boheme mientras Mimi fallece en los brazos de Rodolfo.

Nunca quise morir de romanticismo, ni escribir sobre mal de amores y nostalgias. Porque todo lo que se vaya a decir está dicho; porque todo lo que haya escrito, estaba escrito; porque todo pasa, pese a lo que quede. Y porque morir de racionalidad y orgullo me parece más valiente que hacerlo de añoranzas y versos cursis.

Y sin embargo, ves una pintada, que no es tal sino una foto de una ilustración, y que no tiene destinatario pero quieres que sea tuya, que sea para ti, y el alma te da un vuelco, y te duermes pensando: y yo también.